Leer extracto de un capítulo

... A medida que avanzaban entre los canales hacia el norte el clima iba mejorando. Los días de espesa niebla habían quedado atrás. Un sol tímido que asomaba de cuando en cuando entre las nubes, lograba apenas entibiar un poco el ambiente, pero comparado con las semanas anteriores, resultaba una clara invitación a permanecer mayor tiempo en cubierta. Para mantener su cuerpo ágil y desentumecido, Mía había desarrollado una rutina de baile y danza en la que involucraba a los niños. La chica trazó en el contorno de cada uno de ellos un círculo imaginario, fuera del cual no tenían permitido moverse. El juego consistía en mantener el ritmo al son de las canciones que entonaban, sin traspasar jamás el perímetro del círculo. El espacio demarcado era la excusa para mantenerlos a salvo. Resultaba menos peligroso que dejarlos corretear a sus anchas por la cubierta.
La diversión del baile no solo servía de distracción a Mía y sus animados pupilos, sino también a los marineros y pasajeros que muchas veces formaban un público entusiasta y fiel. Algunos incluso se habían unido al espectáculo, acompañando las alegres coreografías con los escasos, pero efectivos instrumentos musicales. En ninguna expedición faltaba quien tocara un acordeón y el resto siempre podía improvisar un tambor con alguna cacerola hurtada de la cocina. Las palmas y el tamborileo de los pies contra la base de la cubierta eran de dominio público y Mía pronto tuvo una verdadera orquesta a sus pies. La chica sospechaba que esto se debía más a una actividad obligada por la falta de alternativas que a una verdadera vocación. No tenía ocasión de observarse a sí misma, pues debido a la carencia total de espejos no había qué le devolviera la imagen de su danza. Por ello, y como no podía corregir ni mejorar sus pasos, solo se dejaba llevar por el sonido de la música sin pensar en el efecto que esto causaba en los demás. Pero Mía no necesitaba enmendar nada, pues la forma en que llevaba el ritmo, la gracia con la que movía los pies y las manos, parecían provenir de algún ser fantástico que había quizás dentro de ella.
Cuando ya caía la tarde y el frío volvía a apoderarse del lugar, las madres recogían a sus hijos. A regañadientes regresaban al abrigo de sus camarotes donde, después de recibir su ración de alimentos se iban a la cama. La diversión les impedía tomar nota del cansancio, pero apenas depositaban sus cabecitas sobre sus almohadas, se sumían en un profundo sueño.
Mía, en cambio, apenas escuchaba el ronquido de los pasajeros y marineros, volvía a la cubierta, donde continuaba con su rutina como si se tratara de una cita obligatoria. La danza le producía un placer que era incapaz de describir. Pero reconocía que despejaba su mente, mantenía su cuerpo en forma y alertaba sus sentidos. Con el tiempo logró un dominio tal de movimientos sincronizados con el entorno, que era capaz de saltar sobre barriles y descolgarse de las sogas, aun en la penumbra de la noche donde escasamente la luna lograba disipar las sombras.
Mía repitió los últimos pasos de una rutina que se había hecho sola. Finalmente, conforme, exhausta e inmensamente satisfecha, se sentó de un salto sobre uno de los barriles apilados en cubierta. Apoyó la espalda contra el palo mayor mientras recobraba el aliento y sentía la brisa marina en el rostro bañado por la luz de la luna que en ese momento asomaba entre dos nubes. Cerró los ojos y buscó a tientas entre sus faldas hasta que sus manos atraparon la piedra que permanecía unida a ella desde que la recibiera. Sonrió al percatarse de que seguía allí. No podía olvidar el misterioso regalo que le habían hecho los kawésqar. Gracias a su imaginación, les había contado a los niños maravillosas historias que ideaba a raíz de esta gema y sobre los navegantes que la habían poseído antes que los nativos se la robaran. Sin duda alguna se trataba de piratas. No solo era la excusa perfecta para captar la atención de los niños, sino que Mía realmente llegó a pensar que la gema tenía un poder especial.

Cierto día que la muchacha estaba apoyada en la baranda del barco y dejaba volar su imaginación, vio que a varios metros del lugar en que se encontraba, estaba reunido como de costumbre, un reducido número de pasajeros en torno al capitán. El oficial mantenía el hilo de la conversación sin dejar de estudiar el trayecto que seguía el barco por los estrechos canales que pronto darían paso al mar abierto. De pronto algo llamó su atención. A sus espaldas, en el fondo del canal que se cerraba a medida que avanzaban, una sombra asomaba camuflada con las montañas que morían en el mar. Al principio le había parecido que formaba parte del paisaje, pero ahora veía con mayor claridad que aquel bulto se movía a una velocidad diferente a la de las montañas que se alejaban a medida que el barco seguía su curso. Frunció el ceño y tomó el catalejo que siempre llevaba consigo. Sin demora dirigió la vista hacia el punto que había motivado su preocupación. Un barco se acercaba directamente hacia ellos. En aquella senda de estrechos canales aquello no resultaba extraño, pues debían sortear las irregularidades submarinas para evitar el encallamiento de las naves. Esto hacía que los navíos se cruzaran a escasos metros. Sin embargo, la velocidad que este traía era excesiva para tan delicada maniobra. Tal parecía que su gobernante tenía escaso interés en mantener su barco a salvo de una posible colisión, o bien buscaba abordarlo a él abiertamente. El capitán Fernando de Luque aguzó la vista para identificar el emblema del otro navío. Al parecer se trataba de un barco de guerra inglés. La carrera vertiginosa del navío pronto lo llevó a acercarse lo suficiente para despejar toda duda.
―¡Piratas! ―exclamó sin pérdida de tiempo.
El Reino de España había ordenado que toda embarcación que no fuese española y navegara el océano Pacífico, debía ser considerada pirata. Por ende, la orden era tratarlos como tales. Los hombres reunidos en cubierta se voltearon inmediatamente hacia la dirección que apuntaba el capitán. Las exclamaciones se confundieron con los llamados de alerta.
―¡Es cierto! ―gritó uno.
―¡Lo que nos faltaba! ¡Un encuentro con esos bandidos! ―exclamó otro.
Apenas Mía percibió el alboroto que se armó y antes de que fuese demasiado tarde, voló a esconderse dentro del barril que por las noches le servía de asiento de descanso y dejó caer la pesada tapa sobre su cabeza. Ni siquiera había alcanzado a ver qué ocasionó tal alarma. Sin embargo, la euforia desatada, el riesgo de que la enviaran a los camarotes y por ende, la posibilidad de perderse la oportunidad de ver por sí misma qué ocurría, le hicieron adelantar la acción a la investigación. No ocurrían incidentes a diario como para arriesgarse a malgastar esta excelente oportunidad de aventura. Acurrucada en el tonel, escuchaba pasos apresurados y las órdenes que se impartían a gritos entre la tripulación. No podía ver nada desde el encierro, pero las correrías de los hombres y los gritos desesperados de la tripulación le demostraban que el caos era total. Alguien manipulaba los rollos de cuerda que, hasta entonces, habían permanecido al costado del barril. El apuro de la maniobra hacía que las cuerdas golpearan el tonel y Mía sabía que debía esperar un mejor momento para asomarse a ver qué había ocasionado el alboroto. La impaciencia y su creciente curiosidad estaban a punto de minar su voluntad, y tuvo que hacer uso de toda su fuerza para no asomarse y arruinar su improvisado plan. Habían transcurrido escasos segundos desde que el capitán diera la voz de alarma, pero a Mía se le antojaba que llevaba una mañana entera encerrada en la estrechez del barril. Para agravar aún más su situación, sentía bajo su muslo la presión de la gema que se le incrustaba en la piel. Por más que lo intentara, no había forma de encontrar una posición diferente. Trató de acomodarse hasta que por fin y después de un rato de tironear sus faldas logró mover los vuelos hasta apartar la piedra de su adolorida pierna.
Al cabo de un rato los trajines se apaciguaron. La muchacha supuso que se había controlado la situación y estaba a punto de asomarse, cuando escuchó la conversación de dos marineros. Uno de ellos estaba a escasos centímetros del tonel.
―¿Qué te pasa, hombre? ¿Qué haces ahí metido detrás de ese barril? ―preguntaba una voz susurrante, pero alterada.
―¡Hace unos meses los piratas masacraron los puertos del Caribe!
―¡El Caribe! Eso está al otro lado del continente ―trató de calmarlo su compañero.
―¡Ahora vienen hasta acá en busca de nuevos tesoros! ―continuó diciendo con horror la otra voz, haciendo caso omiso de la observación de su interlocutor.
―¡No seas gallina, hombre!
―¡¿Tienes idea de lo que esos salvajes hacen a sus enemigos?!
―Sí, ya he oído sobre sus costumbres, pero el capitán no hará menos contigo y te colgará del palo mayor si te descubre allí escondido como una rata cobarde ―le advirtió el otro.
Mía reconoció las voces de los tripulantes, pero a diferencia del miedo que parecía controlar por completo al marinero oculto tras el barril, su corazón se disparó de júbilo.
―¡Piratas! ¡Qué emoción! ―susurró haciendo esfuerzos por no saltar fuera del tonel como el mono de una caja de sorpresas. Casi no podía resistir la espera a que los marineros se alejaran para salir de su escondite y observar a estos temidos ladrones del mar. ¡Cuántas historias se contaban de ellos! Muchos nombres vinieron a su memoria. La mayoría de estas fantásticas historias se desarrollaban efectivamente en el Caribe, donde la Corona española mantenía numerosas colonias. Sin embargo, era lógico suponer que el mundo entero estaría a su merced si ellos así lo decidían. Muchos actuaban protegidos por las monarquías de sus países, como hacía Inglaterra. Había uno en especial, un tal Drake del cual Mía no recordaba el nombre de pila, pero sí sabía que había sido nombrado caballero por la reina de Inglaterra. Antaño el pirata Drake había emprendido una especie de guerra personal contra la Corona española, devastando y saqueando los puestos que esta mantenía en el Caribe. Al principio las costas del Pacífico Sur se habían librado de su presencia solo por la ayuda involuntaria de las tormentas, obligándolo a desistir de sus intenciones. Sin embargo, al poco tiempo había conseguido saquear la bahía de Valparaíso, lugar al que ahora se mudaba la muchacha junto a su familia. Este famoso pirata había navegado infinidad de veces por las rutas que ellos seguían en estos momentos, tanto era así que incluso un paso al sur de América llevaba su nombre. El San Valentín no había navegado por esa ruta, sino por el Estrecho de Magallanes, pero habían estado cerca de allí. Con tanta información y desbordante fantasía, Mía pensó que con un poco de suerte serían testigos de alguna hazaña de estos, para ella, héroes de alta mar.
Aunque en ese momento el galeón español no transportaba riquezas, las que representaban el mayor objetivo para los piratas, el capitán era responsable de la seguridad de los pasajeros que iban a bordo. Por lo mismo ordenó a los padres esconder a las mujeres, a sus hijos y todos los vestigios que acusaran la presencia de ellos. A fin de cuentas, aquel no era un barco habitualmente usado para el transporte de pasajeros por lo que quedaba la esperanza de que los piratas lo dejaran en paz si estaban informados de que tampoco llevaban un cargamento de oro. A los pocos minutos no quedaba nadie en cubierta, excepto un grupo de hombres preparados para repeler un posible ataque. Mía estaba eufórica por la brillante idea que había tenido al esconderse en cubierta y no tener que permanecer oculta en los camarotes, donde apenas se oía lo que ocurría sobre sus cabezas.
La calma reinante le indicó que este era un buen momento para asomarse y ver con sus propios ojos a esos piratas. Levantó las manos y apoyó las palmas bajo la tapa para presionarla hacia arriba. A pesar del esfuerzo, esta no cedió ni un milímetro. Mía levantó la cabeza y trató de impulsar también con el cuerpo la cubierta, pero tampoco tuvo éxito. Después de algún rato de forcejeo tuvo que reconocer que la tapa se había atorado y supuso que el atascamiento no podía obedecer solo a una mala postura o a la madera hinchada. Alguien había puesto algo encima. Sin embargo, no estaba dispuesta a desistir en sus intentos por liberarse.
El marinero que había usado la pila de barriles como escondite improvisado, había tirado sobre este las cuerdas para dar espacio a su propio cuerpo. Luego, cuando se retiró finalmente, persuadido por su compañero, obviamente no había considerado necesario volver a dejarlas ordenadas en el suelo. La situación apremiante no daba para tales pérdidas de tiempo.
La muchacha luchaba ahora contra la pesada tapa, pero esta seguía atascada. Mía sentía ya los estragos de aquella incómoda posición y siguió por un buen rato intentando liberarse del escondite voluntario que inesperadamente se había transformado en una obligada celda. Finalmente se dio por vencida y, muy a su pesar, tuvo que admitir que no le quedaba más que esperar a que el peligro pasara para pedir ayuda. Gruesas lágrimas de rabia y profunda desilusión descendían por sus mejillas quemándole la piel, mientras mantenía los labios apretados por la desesperación. Pronto la furia dio paso al tedio que, junto al suave vaivén del mar, doblegó las escasas fuerzas que le restaban después del laborioso e inútil esfuerzo por liberarse. Mía estiró la mano hasta un costado de su cuerpo y tomó la piedra que con el forcejeo había vuelto a incrustarse en su muslo. La sostuvo fuerte tratando de encontrar una mejor posición, mientras rogaba que su calvario terminase pronto. Aún abrigaba la esperanza de tener la fortuna de ver por sí misma a los piratas antes de que partieran. Seguramente no volvería a tener otra oportunidad como esta. Concentrada en sus pensamientos y sumida en sus oraciones, poco a poco la venció el cansancio. A pesar de la incomodidad del escondrijo se quedó profundamente dormida, sosteniendo la piedra en la mano. En su sueño apareció la imagen de una bella muchacha de piel morena y largos cabellos negros, lisos y brillantes, sujetos en la frente por un cintillo de figuras geométricas de colores. Parecía de su misma edad. Estaba vestida con una túnica sencilla de colores claros y llevaba a la cintura un lazo de fibras tejidas en diferentes colores. Los mismos que adornaban el cintillo que llevaba en la frente. En su muñeca llevaba un brazalete de plata y una gema exótica que resplandecía como si tuviese una fuente de luz propia. La joven se movía siguiendo una suave melodía. De pronto la muchacha del sueño pareció reparar en Mía. Le tendió los brazos como invitándola a acompañarla en su extraña danza. Mía iba a corresponder a la invitación cuando súbitamente su sueño cambió. Ahora se veía transportada por rudos piratas que la alzaban en vilo y la trasladaban a un siniestro galeón.

El último de los piratas saltó de regreso al barco inglés justo cuando soltaban las amarras y se empezaban a separar de sus víctimas. Si bien el botín no había consistido en riquezas minerales, como oro y diamantes, estaban satisfechos con lo obtenido. Algo de comida cargada en barriles y algunos animales domésticos habían sido transportados hasta sus bodegas. No significaban una gran victoria, pero al menos sentían que a sus víctimas les quedaba claro que no había cruce con piratas que no costara algún tributo.
―¡Ah, qué batalla más aburrida! ―exclamó Kirk, el contramaestre del barco. Su espíritu se veía complacido cuando podía dar rienda suelta a su mal carácter y emplear toda la furia que llevaba dentro, contra sus enemigos. En esta ocasión no había disfrutado del atraco a sabiendas que en ese barco no había nada que defender.
―No te quejes, Kirk ―dijo Tres Dedos, quien debía su apodo a los dedos que le quedaban en la mano derecha. Los restantes los había perdido en una batalla.
―Ese barco llevaba algo más que comida, se sentía en el ambiente el olor a mujeres ―espetó inspirando fuertemente.
―No faltarán oportunidades ―insistió el otro.
Kirk asintió dándole otra mascada al pernil de cerdo que habían asado luego del asalto. Masticaba con la boca abierta dejando ver sus picados dientes, mientras los ojos le brillaban de placer.

Cuando los piratas hubieron saciado su voraz apetito, se echaron a descansar y quedó despierto solo el timonel encargado de guiar el barco. Escondido en un rincón permanecía además un muchacho, esperando a que reinara la calma para escabullirse a las bodegas. Hasta ese lugar había sido arrastrado el botín. Estaba ansioso por investigar si además de la comida habría algún otro objeto de valor. No pensaba esperar a que los demás despertaran. Ser el primero en revisar la mercancía robada siempre daba ventajas, según había descubierto en asaltos anteriores. El chico llevaba un pañuelo amarrado a la cabeza con el que mantenía a raya los cabellos castaños que se escabullían sobre su frente. Una chaqueta gruesa, bajo la cual vestía una camisa blanca, sobre esta un cinto del que llevaba sujeta una espada y un cuchillo, pantalones anchos y oscuros, y un par de botas, constituían su total vestimenta. El joven bajó sigilosamente la escalerilla. La luz era escasa. Mientras esperaba que sus ojos se acostumbraran a la penumbra escuchó unos golpes. Al principio pensó que era el ruido de las olas que daban en el casco del galeón. Pronto desechó esta idea, pues no eran golpes regulares. Entre los alimentos robados también se encontraban varios animales vivos. El muchacho pensó que alguno de estos estaba pateando en su jaula. En la bodega el desorden era total y era difícil detectar desde donde venía aquel ruido. Decidió que no merecía la pena descubrir cuál era el impaciente animal. No tenía intención alguna de apoderarse de un cerdo o de una oveja, las mascotas estaban totalmente fuera de su interés. Sus ambiciones eran más concretas, materiales y nada de sentimentales. Recorrió el recinto en busca de algún objeto de valor. Forzó los picaportes y levantó las pesadas tapas de los baúles, pero no encontró nada que mereciera el esfuerzo de seguir revolviendo entre las pertenencias arrebatadas a sus afligidos dueños. No encontró más que vestidos, ropa de cama, manteles, carpetas y cuencos de cocina. Entretanto los golpes continuaban en algún rincón de la bodega. El muchacho finalmente decidió darse por vencido. Esta vez no había sido un asalto exitoso. Estaba a punto de volver a cubierta cuando un chillido ahogado llamó su atención.
“Ese cerdo está a punto de ahogarse”, pensó.
Bien valía la pena echar un vistazo y liberarlo. No era que abundara la comida como para arriesgarse a que el animal muriera asfixiado y tuvieran que consumir su carne podrida. Además, el tiempo que había malgastado en su infructuosa búsqueda había avanzado más aprisa de lo previsto y arriba pronto comenzarían a despertar de su larga siesta. Sería cada vez más difícil subir inadvertidamente de regreso a la cubierta. El rescate del cerdo podría justificar su incursión solitaria en la bodega y nadie sospecharía sus verdaderas intenciones. Estaba decidido.
Avanzó a duras penas sorteando los obstáculos hasta que dio con el sitio del que surgían los golpes. Por el tamaño del barril supuso que se trataba de un cerdo no muy grande aunque le resultó curioso el lugar para transportar a una bestia así. Despejó el espacio suficiente para poder alcanzar la tapa y tiró de esta. Nada. Estaba atorada. Entretanto los golpes habían cesado. El muchacho apegó el oído al barril. Se oía una respiración entrecortada al interior de este. Si no se daba prisa, el cerdo que estaba en su interior se ahogaría sin remedio. Tomó rápidamente el cuchillo que llevaba sujeto al cinto y lo introdujo entre la tapa y el borde, haciendo palanca. Después de presionar un poco, el atasco cedió. El muchacho guardó el cuchillo y con cuidado levantó la tapa. Al principio no vio nada en el fondo negro, pero súbitamente una cabeza cubierta de una larga melena enmarañada, que no se asemejaba para nada a un cerdo regordete, asomó a hurtadillas por el borde del barril. El chico se sorprendió tanto al descubrir lo que había en el interior que cayó de espaldas sobre un montón de sacos, mientras dejaba caer la tapa del barril estrepitosamente al suelo.
―¡Tú no eres un cerdo! ―exclamó.
―Gracias, es muy amable de tu parte que notes la diferencia ―respondió la muchacha con ironía, mientras se levantaba dificultosamente.
―Es que…yo pensé… pero, ¡¿qué estás haciendo escondida ahí?! ―preguntó él aún sin recobrarse del todo de la impresión.
El chico miró instintivamente a su alrededor para cerciorarse de que no tenían más compañía.
―Nos asaltó un barco de piratas ―respondió ella, apartando unos mechones de su melena desordenada por el encierro en tan estrecho lugar― ¿ya se fueron?
―Pues, sí…―titubeó él―, en cierta forma…
―¡Qué raro! ¿Para qué bajaron el barril a la bodega? ―preguntó ella al notar el cambio de lugar, pues recordaba claramente haber abordado el tonel en cubierta.
―Pues… ―el muchacho no sabía qué decir, aún estaba asombrado por la inesperada aparición de la chica.
―Oye, no recuerdo haberte visto antes ―aunque la penumbra reinante le impedía verlo con claridad, a Mía la voz del muchacho no le era familiar.
La jovencita salió del barril. Sentía el cuerpo adormecido por la posición que había llevado por tan largo rato en el minúsculo escondrijo. Mientras se frotaba las muñecas y estiraba las piernas miró a su alrededor. Apenas distinguía algunos bultos en la oscuridad.
―¡¿Qué guardan aquí?!
―Pues, es la bodega…
―¡Puff! qué desagradable olor ―comentó arrugando la nariz.
En ese momento se abrió la escotilla que conducía a las bodegas.
―¿Anda alguien allá abajo? ―preguntó una voz desde arriba.
La muchacha estuvo a punto de responder al llamado, pero el muchacho alcanzó a tomarla bruscamente y le tapó la boca con la mano. Él sabía que si los descubrían estaban perdidos. El estruendo que se había producido al dejar caer la tapa del barril había despertado la curiosidad de los piratas que descansaban justo sobre el lugar en que se encontraban ellos. Transcurrieron algunos segundos que parecieron eternos.
―¿Qué pasa, Panzón? ―se oyó una voz lejana que provenía de la cubierta.
―Nada, solo que me pareció oír un golpe ―dijo el pirata alertado por el ruido.
―¡Bah!, se debe haber caído uno de los cajones.
Entretanto, el joven obligó a la muchacha a avanzar para ocultarse en un rincón.
―¿Qué pasa?
―¡Shhht! ―susurró él
―¿Por qué no subimos y ya? ―protestó ella.
―Silencio ―insistió el muchacho con voz apenas audible.
El hombre que se había asomado dejó caer la escotilla hacia atrás.
―De todas formas iré a ver de qué se trata todo ese alboroto.
La luz que entraba a raudales por la abertura dejó ver claramente las botas inmundas del pirata que descendía por la escalerilla. Bajó algunos peldaños más y se agachó para echar un vistazo al interior de la bodega.
Desde su escondrijo, y a pesar de que aún estaba cegada por la luz que inundaba el recinto, la muchacha pudo ver claramente que se trataba de un pirata. Nunca había visto uno en persona, solo en ilustraciones de libros, pero el sable que el hombre llevaba sujeto al cinto y su desaseada vestimenta eran inconfundibles. Coincidía perfectamente con las historias que había leído. Al cabo de unos segundos el pirata desistió de la búsqueda. La panza abultada lo convertían en un sujeto poco ágil para subir y bajar a esos lugares y ya la tarea de ir cada cierto tiempo por alimentos le bastaba. Pensando que solo se había tratado de su imaginación, volvió a subir a cubierta. Cerró la escotilla tras de sí, sumiendo la bodega nuevamente en la penumbra.
―¿Viste a ese hombre? ―preguntó la muchacha.
El chico no supo qué decir, aún trataba de imaginar qué haría con su nuevo descubrimiento.
―¡Es un pirata! ―exclamó ella ajena a los pensamientos de su acompañante.
En ese momento él se dio cuenta de que ella aún no entendía el real peligro en el que estaba.
―Sí, de hecho,…mmm ―se rascó la cabeza buscando las palabras para comunicarle a ella su verdadera situación.
―De hecho ¿qué? ―preguntó ella intrigada.
―Pues, de hecho, ¡este es un barco pirata!
―¡¿Qué?! ―exclamó ella.
―Pero no te preocupes… ―comenzó a decir él tratando de calmarla.
―¡Qué emocionante!
―¿Qué dices? ―preguntó él, perplejo.
―He leído mucho sobre piratas, voy a subir a ver cómo es el barco a la luz del día, además aquí abajo apesta… ―la joven hizo ademán de levantarse, pero él la tomó por el brazo y la detuvo.
―¡Estás loca! ¡Ni se te ocurra asomarte! ―exclamó con voz baja, pero firme. No deseaba llamar nuevamente la atención de sus compañeros de arriba.
―Pero qué dices, no me puedo perder esta oportunidad.
―Nadie ha descubierto tu presencia y será mejor que quede así.
―¿Pero cómo conseguiremos comida si permanecemos escondidos?
―Yo subiré, no puedo quedarme mucho tiempo aquí abajo o sospecharán que algo anda mal.
―¿Pero es que a ti ya te han visto? ―preguntó ella perpleja.
―Sí, a mí ya me conocen ―respondió aún confundido por el rumbo que tomaba la conversación.
―¿Y no te han hecho daño?
―¡Por supuesto que no! yo soy un… ―súbitamente se detuvo al caer en la cuenta de lo que pasaba por la mente de la chica.
―¿…Un prisionero? ―preguntó ella.
―Sí, también me atraparon ―contestó él sin titubear. No estaba acostumbrado a que personas que no pertenecieran al bando pirata simpatizaran con ellos, por lo que solía mentir en ese aspecto. Era una costumbre adquirida desde que llegara al barco y se uniera a la tripulación.
Ser un pirata no era razón de orgullo, aunque algunos se jactaran de ello. La gente los miraba con recelo y asco. Pero la razón principal para ocultar sus verdaderas identidades era la sombra de la horca que pendía sobre sus cabezas. Además, al muchacho poco le importaba mentirle a la chica o no, pues a la primera oportunidad se desharía de ella y en ese caso prefería no ser reconocido como pirata en el futuro. Por último, la confusión la había comenzado ella misma con su desenfrenada cháchara.
―¿Y puedes andar entre ellos como si nada?
―Bueno, tengo que hacer algunos trabajos a cambio de ciertas libertades.
―Entiendo.
―¿Qué hacías metida en ese barril? ―inquirió él, cambiando el rumbo de la conversación.
―Me oculté allí para mantenerme en cubierta.
―¿Para qué? ¿Querías mantenerte a salvo del ataque pirata? ―el chico soltó una risita al imaginar la situación, especialmente por el vuelco que habían tenido los acontecimientos.
―Ni siquiera me enteré que estábamos siendo amenazados por piratas.
―Entonces no entiendo nada, ¿de qué escapabas?
―De nada. Solo quería asegurarme de que no me mandaran al camarote y me perdiera así toda la acción, cualquiera que esta fuera.
―Ah, ya veo. Si es lo que más te importa, hiciste bien. Ahora en buen lío te has metido y te garantizo que en adelante, si no tienes mayor cuidado, tendrás muchísima acción.
―Ah, bueno, creo que se me pasó la mano… un poco.
―Sí, un poco ―afirmó él.
El muchacho la miró con compasión. Aunque no lograba ver su rostro por la oscuridad reinante, comprendió que la chica aún no parecía consciente de cuán grande era el aprieto en el que se hallaba. No era posible bajar en la siguiente parada. No de un barco pirata, el que, para empezar, no podía atracar en cualquier puerto a su antojo. En cualquier caso, ya era tarde para arrepentimientos. El galeón español había quedado atrás hacía varias horas y aun cuando ambos barcos estuviesen cerca, no era cuestión de devolver un prisionero así como así. Especialmente cuando nadie abordo sabía de la existencia de este.
―¿Cómo te llamas?
―Mía Conde, ¿y tú?
El muchacho hizo ademán de contestar, pero se interrumpió al oír nuevos pasos que se acercaban a la escotilla de la bodega.
―¡Johnny! ¡¿Dónde te has metido?!
Era el capitán y a juzgar por el tono de su voz, no parecía de buen humor.
―¡Si no apareces de inmediato recibirás un castigo ejemplar! ―prometió y su voz se hizo más débil.
El joven supo que se estaba alejando y decidió que era la oportunidad perfecta para salir de allí sin que se dieran cuenta.
―Me tengo que ir ―dijo él e hizo ademán de partir.
―Subiré contigo.
―Ni de broma ―susurró el muchacho.
―Le explicaré al capitán que todo ha sido un error…
―No seas ingenua, si realmente estás tan informada como dices, sabrás que los piratas no saquean barcos “por error” ―espetó el muchacho, pronunciando con tono irónico las últimas palabras.
―¿Acaso tú no puedes andar libremente entre ellos? ―preguntó ella desafiante.
―¡Eso es diferente!
―¡Eres un hombre, claro! Pero yo no soy tan débil como parezco.
La insistencia de Mía estaba colmando su paciencia y ya estaba pensando si no sería mejor delatarla y sacarse el peso de esta responsabilidad que de todos modos no le competía a él.
―¿Por qué no te comportas y obedeces simplemente? ―dijo con los dientes apretados.
―Yo hablaré con el capitán ―insistió ella.
―¡Tú sí estás loca de atar! ―exclamó en voz baja.
―¡No me puedo quedar para siempre aquí abajo!
―¡Shht! ¡Baja la voz! ―ordenó molesto.
―¡Qué fácil es para ti si puedes andar por ahí…!
―¡Cierra la boca o me veré obligado a encerrarte nuevamente en ese barril!
―Moriré de hambre y sed ―suplicó Mía en un susurro.
―Deberías haberlo pensado antes de tomar la estúpida decisión de meterte en ese tonel ―advirtió él.
―No era mi intención quedarme allí para siempre, solo era momentáneo ―le recordó ella.
―Sí, pero tu idea no resultó y solo gracias a mí estás fuera de él. Así es que no hagas que me arrepienta de haberte ayudado y déjame ver cómo lo arreglo ahora.
―Está bien, pero no tardes ―pidió ella―, ¡por favor!
―En cuanto pueda volveré. Si te descubren estarás perdida. No han visto mujeres en mucho tiempo así es que si sabes lo que te conviene…
No pudo terminar la frase, pues oyó pasos que se acercaban nuevamente a la escotilla.
―¿Alguien ha visto al chico? ―la inconfundible voz del capitán volvió a resonar en cubierta.
El muchacho agarró instintivamente a Mía por el brazo, mientras con la otra mano le tapaba la boca. Ya no estaba seguro de que la chica se comportara razonablemente. Además, si ella no estaba dispuesta a salvar su pellejo, él no iba a arriesgar el suyo. No tenía cómo explicar qué hacía agazapado en la bodega. Cualquier excusa sería puesta en duda, ya que entre piratas la confianza era una virtud desconocida.
―Estaba con nosotros antes de quedarnos dormidos, capitán ―anunció uno de los tripulantes allá arriba.
―No puede estar lejos ―dijo otro.
―¡Búsquenlo y díganle que lo necesito urgente!
―Sí, capitán.
Enseguida se oyeron varios pasos que se alejaban en diferentes direcciones.
―¡Ahora sí estamos en buen lío! ―dijo el muchacho soltando a la chica.
―Quédate aquí hasta que dejen de buscar ―sugirió ella.
―¡Ja! ¡¿Cuánto crees que tarden en venir a buscar a la bodega?! Todos andan tras de mí. Buen lío el que me he buscado.
―Lo siento.
―Espero que ahora me hagas caso ―dijo él.
Mía asintió. No podía verle el rostro, apenas vislumbraba su figura recortada contra la tenue luz que se filtraba por las hendijas de la cubierta. Sin embargo, el tono de su voz no dejaba lugar a dudas lo malhumorado que estaba.
―Quédate aquí abajo y no hagas ruido.
―Sí, ya entendí ―susurró ella.
―Vaya qué ha costado ―dijo él moviendo la cabeza.
Su malhumor había dado paso a la expectación y el chico alertó sus sentidos, buscando el mejor momento para subir a cubierta. Debía evitar despertar sospechas y atraer la atención hacia la bodega.
Alcanzó a subir agazapado un par de peldaños de la escalerilla cuando algo lo detuvo. Mía le estaba aferrando el brazo y él no pudo evitar voltearse con la rabia nuevamente dibujada en el rostro.
―¡¿Qué rayos quieres ahora?! ―espetó en voz baja.
―No me has dicho tu nombre ―susurró ella.
―Me llamo John ―dijo el muchacho.
―¿John qué? ―preguntó Mía.
―Solo llámame John o Johnny, como prefieras ―contestó él, sin darle mayor importancia. Intentó alejarse, pero ella nuevamente lo sujetó del brazo.
―¡¿Y ahora qué?!
―Gracias, Johnny ―susurró ella.
―No me lo agradezcas. Ya estoy arrepentido y ahora suéltame o saldré a la rastra contigo.
Mía lo soltó y desde abajo lo vio escabullirse hasta el borde de la escotilla donde en una fracción de segundos desapareció sin dejar rastros.
...

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